martes, 14 de agosto de 2012

No tengo mañana.
Y cuando digo que no tengo mañana, no quiero decir que no tenga futuro. Eso está por verse.
No tengo la primera porción del día. No tengo mañana.
No tengo 'buen día'; no tengo café con leche, ni medialunas, ni galletitas, ni jugo, ni nesquick.
Mucho menos diario, o un perro que me lo alcance, un jardín que cruce un perro para alcanzarme un diario.
No tengo noticiero matutino, ni dibujitos repetidos, ni un portero que se llame Rubén para saludar cuando salgo.
No tengo mañana porque la vendo por plata.
Me despierto saliendo a la calle escupido de prepo, como por cesárea.
Podría inventarme una mañana antes de la mañana.
Comer lo que quisiera, sintonizar lo que quisiera y salir a la calle y saludar a cualquiera que pase como si fuera mi portero.
Pero no es lo mismo, y en invierno es de noche.
Es como si naciera con quince años. Como si comprara libros con las primeras cuarenta páginas arrancadas o como si agarrara todas las películas empezadas.
A veces no es para tanto. A veces, algunas veces, antes de despertar me choco contra un cuerpo que me dice que seguir durmiendo es para débiles.
Eso sí, tengo siesta.
Esa, todavía, no me la sacan ni la plata ni el invierno.


Amputado.                                                                                                 (2012)